ROLANDO GARCÍA BLANCO
El 11 de enero de 1816, en el Castillo de los Tres Reyes del Morro de La Habana, vio la luz una figura que simboliza hoy a los ingenieros cubanos, no solo por sus méritos profesionales, sino por su vida íntegra consagrada al desarrollo social de la Isla que lo vio nacer: Francisco de Albear y Fernández de Lara. Su padre, el comandante de la referida fortaleza militar, coronel de ingenieros Francisco José de Albear y Hernández, era también natural de La Habana, y su madre, Micaela Fernández de Lara y Vargas, oriunda de Trinidad, de ahí que el nativo de la Península más cercano fuese su abuelo paterno: Francisco Antonio de Albear y Palacios, quien procedente de Hoz de Marrón, Santander, arribó a Cuba como militar, en 1762, y participó en la defensa de La Habana frente a los ingleses. Huérfano de padre a los 8 años, y continuando la tradición familiar, en 1826, Francisco de Albear solicitó su ingreso en el Regimiento de Dragones de América, donde obtuvo los cordones de Cadete. Desde muy temprano manifestó su aptitud para el estudio, a través de su tránsito por la Escuela Concepción y el Colegio Buenavista. En este último fue acreedor a un certificado de honor, que le sería otorgado en 1832 por Domingo del Monte, a nombre de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de La Habana. En julio de 1835 parte hacia España para realizar los exámenes de ingreso a la Academia de Ingenieros de Guadalajara, que aprobó un año más tarde con notas de sobresaliente, graduándose con iguales calificaciones en 1839, cuando obtuvo el grado de teniente del Real Cuerpo de Ingenieros. Producto de la tensa situación generada en España, resultado de la guerra que se suscitó a la muerte del Rey Fernando VII, entre los defensores del derecho al trono de su hija Isabel II y las huestes carlistas, Albear participaría de forma destacada en aquel conflicto bélico. A partir de 1841 se desempeñó como profesor en la referida Academia, y al estallar la insurrección de 1843 contra el Regente Espartero, sobresalió también por su valiente desempeño en la defensa de aquella institución. En 1844 fue destinado a la Dirección Subinspección del Arma de Ingenieros en la Isla de Cuba, y se le asignó una comisión previa de servicio por diferentes países europeos, a los efectos de examinar lo más avanzado en materia de tecnología, que fuese aplicable en la mayor de las Antillas. Así, emprendió una fructífera gira por Francia, Bélgica, Prusia e Inglaterra, embarcando posteriormente por Burdeos con destino a La Habana, a cuyo puerto arribó el 10 de abril de 1845. Una vez incorporado a sus nuevas funciones, acometió la redacción de las Memorias de su recorrido por Europa, como resultado de lo cual fue ascendido a teniente coronel de infantería, en 1846. De inmediato se le encomendó reconocer el curso del río Zaza, dirigir la construcción del Cuartel de Caballería de Trinidad y elaborar un proyecto para la ampliación del muelle de Cienfuegos. Con su retorno a la capital, en 1847, fungió como Ingeniero de la Junta de Fomento a cargo de obras como el puente San Jorge sobre el río Bacuranao, el puente de las Vegas, el Pontón de Carrión y la construcción de la Calzada a San Cristóbal por Guanajay. Durante el fecundo periodo de su labor que se extendió hasta 1854, intervino en la realización de unas 200 obras, entre ellas, las primeras líneas telegráficas que existieron en Cuba, la remodelación y ampliación de los muelles del puerto habanero, el Jardín Botánico de la Habana, el edificio para el Observatorio Meteorológico, la Casa de la Junta General de Comercio y Lonja Mercantil, y la Cátedra de Agronomía, así como la elaboración de un proyecto de Carretera Central. A partir de 1858 estuvo a cargo de la Dirección facultativa de ferrocarriles, participó como tribunal en la selección de los proyectos del Cementerio de Colón, en La Habana, y del Teatro Esteban (hoy Sauto) de Matanzas, así como elaboró la primera propuesta del Malecón habanero, por solo mencionar algunas tareas relevantes. La obra que por su magnitud y trascendencia convierte a Francisco de Albear en un símbolo fue, sin lugar a dudas, la elaboración del Proyecto de conducción a La Habana de las aguas de los manantiales de Vento, en 1855, y su complejísima ejecución ulterior, a la que dedicó los últimos 30 años de su vida, extinguida en la propia capital de la Isla el 23 de octubre de 1887, de ahí que la conclusión de esta estuviese a cargo de su discípulo, el coronel de ingenieros Joaquín Ruiz, quien mantuvo los planes originales de su maestro, y fue inaugurada finalmente el 23 de enero de 1893. Pero Albear no solo fue el ilustre ingeniero encargado de numerosas y valiosas obras monumentales, sino que participó además en diversas instituciones científicas en Cuba y otros países. Así, entre otras, fue miembro corresponsal de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de Madrid; miembro ordinario de la Sociedad Científica de Bruselas; honorario y corresponsal de la Sociedad Británica de Fomento de Artes e Industrias; socio de mérito de la Sociedad Económica de Amigos del País de La Habana; y socio de número y de mérito de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, en la cual ocupó el cargo de vicepresidente. Por eso hoy, al rememorar el aniversario 125 de la desaparición física de tan insigne personalidad de nuestro movimiento científico, no podemos menos que resaltar el hecho indiscutible de que su obra cumbre, denominada en su honor como "Acueducto de Albear", que funciona aún en nuestros días, fue premiada con medalla de oro en la Exposición Universal de París, en 1878, con una mención que lo inmortalizó para la posteridad, al entregársele "como premio a su trabajo, digno de estudio hasta en sus menores detalles, y que puede ser considerado como una obra maestra". GRANMA
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