Pasarán los años y los siglos, y cuando nadie se acuerde, ni aun la Historia, de la existencia de los Voluntarios, subsistirá el borrón, la mancha indeleble que echaron torpemente sobre España los cobardes asesinos, predijo un digno militar español sobre el horrendo crimen del 27 de noviembre de 1871 «Si pudiera borrar con mi sangre allí mi nombre, lo haría», escribió arrepentido a Fermín Valdés Domínguez, en 1885, el periodista José E. Triay, uno de los tres firmantes del manifiesto de la prensa habanera. Este promotor del crimen había calificado a los ocho estudiantes de Medicina como «asquerosas hienas». En la pesarosa misiva reconocía ya tarde que el nicho del periodista español Gonzalo Castañón y Escarano, supuestamente profanado por los estudiantes, «estaba intacto y lo había estado siempre».
De la insidiosa e inventada profanación (el jueves 23 de noviembre de 1871), no hay constancia alguna. Fermín Valdés Domínguez, uno de aquellos estudiantes de Medicina condenado a seis años de presidio, lo aclara en su libro sobre el crimen, publicado en Madrid en 1873. Aquella tragedia no fue un hecho aislado, desvinculado de la lucha de los cubanos por su independencia, pues esos estudiantes sí combatían a España con sentido revolucionario, no obstante ser algunos de ellos hijos de peninsulares. En la mencionada obra, y en sus seis ediciones posteriores, Fermín demuestra la falsedad de la acusación de «profanadores de tumbas», y evoca cómo a él sus carceleros le arrancaron cuatro uñas del pie derecho y dos del izquierdo. Martí expresaría sobre aquel texto de Fermín: «Él narró con desorden patético aquellas escenas» y agregó el Héroe Nacional: «El libro está escrito a sollozos, mas sin ira (…) Se lee cerrando el puño, dudando de lo impreso, poniendo en pie el alma (…)». A los ocho estudiantes fusilados aquel horrendo lunes, en los terrenos de La Punta, los situaron en el edificio conocido como Barracones de Ingenieros, y en sus cuatro lienzos de pared los ubicaron de dos en dos, una pareja en cada lienzo. No se sabe cómo conformaron los amargos dúos. El capitán Ramón Pérez de Ayala, jefe del 4to. Batallón de Voluntarios de La Habana, mandó el piquete de fusilamiento. A mediados de 1901, durante la primera intervención estadounidense, se demolió tal edificación. Fermín Valdés Domínguez logró del gobernador militar Wood, que se conservara uno de aquellos lienzos de pared, donde hoy se les venera en La Punta. Después de asesinados los tiraron en una fosa común en extramuros, fuera de los límites del cementerio, donde no se permitió poner ni una cruz, ni siquiera una leve señal del sitio exacto donde amontonaron los cadáveres, junto a los de los hombres de piel negra asesinados también cuando intentaron rescatarlos aquel fatídico día. Los estudiantes fusilados tenían entre 16 y 21 años. Con excepción de uno de ellos, fueron apresados en la tarde del 25 de noviembre, junto al resto de la clase de 45 alumnos del primer año de Medicina. El primer consejo de guerra estuvo compuesto por capitanes del ejército, encabezados por un coronel. Los Voluntarios, inconformes con el fallo del tribunal que decidió no fusilar a ninguno de los estudiantes acusados, exigieron al Capitán General interino que se nombrara un nuevo consejo de guerra. Este segundo consejo lo integraron seis vocales veteranos del ejército y nueve vocales escogidos entre los capitanes de Voluntarios, y fijaron en ocho el número de estudiantes a fusilar. Los cinco primeros fueron fáciles de escoger: cuatro habían jugado en la plazoleta próxima a la necrópolis con el carro de trasladar cadáveres a la clase de disección. Otro había cogido una flor del jardín que estaba frente a las oficinas del cementerio. Los tres restantes fueron escogidos sacándolos a la suerte de entre los 31 condenados a presidio. Uno de los seleccionados en el espantoso sorteo fue el matancero Carlos Verdugo y Martínez, que no estaba en la capital el día de las supuestas profanaciones. Los 31 sancionados a presidio, 11 condenados a seis años y 20 a cuatro, todos los días eran trasladados, como los demás presos comunes, a picar piedras en las Canteras de San Lázaro. Dos profesores de la Universidad defendieron a los ocho estudiantes condenados a muerte: los doctores Juan Manuel Sánchez de Bustamante y Domingo Fernández Cubas. Entre los militares españoles que desaprobaron el fusilamiento de los jóvenes, estuvieron los capitanes del ejército Federico Capdevila y Miñano —quien tuvo que desenvainar su espada ante la furia de los Voluntarios— y Nicolás Estévanez Murphy, que protestó enérgicamente en La acera del Louvre contra el monstruoso hecho. Precisamente Estévanez escribió en sus memorias estas proféticas palabras: «Pasarán los años y los siglos, y cuando nadie se acuerde, ni aun la Historia, de la existencia de los Voluntarios, subsistirá el borrón, la mancha indeleble que echaron torpemente sobre España los cobardes asesinos. Y caerá también sobre el honrado ejército español, por no haber querido o no haber podido refrenar los desmanes de las fieras». También honraron el uniforme que vestían los generales Antonio Venenc y Rafael Clavijo, quienes, por oponerse al crimen fraguado, resultaron detenidos en la cárcel de los Voluntarios hasta que el segundo consejo de guerra consumara el veredicto de fusilamiento. Similar postura digna fue la del médico de los alumnos de Medicina prisioneros, el doctor Antonio Romay y Raimundi, sobrino del sabio galeno cubano don Tomás Romay, mientras que el profesor Pablo Valencia García, cobarde catedrático del primer año, acusó a sus alumnos. Sus nombres y apellidos son: Alonso Álvarez de la Campa y Gamba; Anacleto Bermúdez y González de la Piñera; Eladio González y Toledo; Ángel Laborde Perera; José de Marcos y Medina; Juan Pascual Rodríguez y Pérez; Carlos Augusto de la Torre y Madrigal y Carlos Verdugo y Martínez. Hoy en Cuba y como cada año, se rendirá tributo a estos jóvenes, constituye un deber patriótico recordarlos eternamente. cubaconamalia
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