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La Revolución del 95 

2/24/2015

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Nunca sabremos la cantidad exacta de los alzados por Cuba Li­bre el 24 de febrero de 1895. Lo cierto es que fueron muchos los lugares en algunos de los cuales se lograron reunir varios cientos, como en Baire y en Bayate en la antigua provincia de Oriente.

Si las autoridades colonialistas que­­daron sorprendidas, a pesar de que evidentemente disponían de elementos para sospechar que an­daba en marcha una conspiración, la posteridad aún le debe el estudio exhaustivo de la conspiración de aquellos esforzados patriotas que organizaron un vasto movimiento clandestino dentro de la Isla con una eficaz comunicación entre ellos y con los jefes en el extranjero. Se destaca en particular la labor de Juan Gualberto Gómez, el principal, aunque no el único, vínculo con el Partido Revolucionario Cu­bano. Fue a aquel destacado intelectual residente en La Habana a quien José Martí remitió la Orden de alzamiento, firmada el 29 de enero en Nueva York por él, en su condición de Delegado del Partido, por José María Rodríguez, en nombre del General en Jefe electo, y por Enrique Collazo, quien así daba fe del poder y autoridad del anterior.

No fue pues, el 24 de febrero de 1895, un hecho fortuito, una explosión incontenida de ira, una acción desesperada. Lo que comenzó en aquella madrugada esplendorosa fue el resultado de un serio esfuerzo organizativo, de una toma de conciencia colectiva de que había de alcanzarse la independencia para crear una patria otra, una república diferente abierta a la expectativas de las grandes mayorías populares, sus actores esenciales.

No fue aquel el alzamiento de la burguesía azucarera cubano-española, el sector social que, cuando la Invasión llegó al Occidente, pediría en 1896 al cónsul de Estados Uni­dos la intervención de esa potencia para poner fin al conflicto y salvar sus propiedades. No fue la pelea de la dirigencia autonomista, abandonada entonces por muchas de sus bases, que todavía en 1898 intentó gobernar al concederse la autonomía por la corona española.

Fue, como predijo e inculcó insistentemente José Martí, la insurrección armada de los antiguos esclavos y de los negros y mulatos en general para alcanzar la plena igualdad social; de los campesinos por mantener sus propiedades ame­­nazadas por el latifundio que nacía; de los colonos explotados por el central; de los obreros, artesanos y pequeños propietarios ur­banos ahogados por el sistema fiscal colonial y la protección a las producciones de la metrópoli; de la intelectualidad ofendida por el desprecio colonialista y preocupada por el destino del país; hasta de los españoles republicanos y honrados asentados en esta tierra.

En dos palabras, se inició el 24 de febrero la segunda revolución de Cu­ba, con la experiencia de la Guerra Grande, con una identidad nacional madura, con comprensión creciente de los peligros del mundo finisecular que se repartían las grandes potencias, con un equipo de dirigentes conscientes de los grandes males de la nación y de probada experiencia y lealtad a su pueblo, con un proyecto y un programa revolucionario sumamente radical para su tiempo y condiciones históricas como expondría un mes después, el 25 de marzo de 1895, en el Manifiesto de Mon­tecristi, el Partido Revolucionario a Cuba.

Se ha calificado aquella como la revolución de Martí en virtud de su decisiva labor como preparador de la contienda y por dotarla de un pensamiento anticolonialista, an­timperialista y de hondas transformaciones sociales. Mas es también la revolución popular, que movilizó hacia la pelea armada y al apoyo de todo tipo a esta, a las grandes mayorías. Y fue ese sentido de liberación nacional, esa tremenda participación popular lo que impidió la anexión de Cuba a Estados Unidos, y que la conciencia nacional se mantuviera luego enhiesta, a pesar de las timideces y traiciones de algunos, de la Enmienda Platt y del enorme control del vecino del Norte sobre la nación por una cincuentena de años.

La Revolución comenzó el 24 de febrero. Martí se enteró dos días después, en Montecristi, por un cable enviado desde Nueva York. Ese mis­mo día, en los finales de una entusiasta y orientadora carta a sus principales colaboradores en el Partido Revolucionario Cubano, decía: “¡Arri­ba, sin cesar, con alma celadora y humilde!”

Esa es el alma que ha de guiar a los revolucionarios cubanos de hoy, el alma celadora y humilde.

Fragmento de artículo publicado en Granma, por Pedro Pablo Rodríguez.

CUBA CON AMALIA


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