_ No ha trascendido suficientemente la hazaña realizada por un grupo de negros pertenecientes a la Sociedad Abakuá que trataron de rescatar a los estudiantes de Medicina antes de ser fusilados y fueron vilmente masacrados por soldados españoles y Voluntarios
PEDRO DE LA HOZ Aun cuando no culpables del delito que se les imputó —la profanación .de la tumba de un furibundo vocero del poder colonial—, los ocho estudiantes de Medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871 no eran inocentes. No podían serlo a los ojos de un régimen periclitado y sus obcecados sostenedores —las autoridades de la metrópoli y sus fuerzas represivas, con el Cuerpo de Voluntarios en primera fila, antecedente de las bandas paramilitares de nuestros días—, que veían a los jóvenes criollos como potenciales e irreconciliables enemigos de sus intereses e ideología. No importaba su condición de blancos, nacidos en el seno de familias de holgadas economías —a la diversidad no accedían, desde luego, los sectores populares—, ni la ascendencia peninsular. Los iniciadores de la gesta que se libraba en el oriente de la Isla desde tres años atrás también eran blancos y poseían propiedades —por supuesto, no en el monto de los grandes hacendados de occidente, ni detentaban los cuantiosos capitales amasados por los traficantes de esclavos ni recibían las canonjías derivadas de la corrupción administrativa del funcionariato colonial—; y el principal de ellos, Carlos Manuel de Céspedes, había tenido la osadía de liberar a sus esclavos e invitarlos a que se sumaran a la rebelión. Y en el Camagüey, campeaba por sus respetos Ignacio Agramonte, salido de las aulas universitarias. Definitivamente, no podían ser inocentes ni esos ni otros jóvenes en los que se observaba el desarrollo de un sentido de pertenencia a la tierra que los vio nacer y encarnaban la fragua de una identidad propia. A los ocho condenados sumariamente a la muerte y a los restantes encartados, todos alumnos de primer año de Medicina, había que tenerlos como parte de una generación portadora de las señales inequívocas del nacimiento de una nación. Esa connotación simbólica fue advertida tempranamente por José Martí. En un primer momento, desde el exilio español al conocer la atrocidad cometida, se duele hasta la rabia en memorables versos. Pero aun así, enarbola una razón sustantiva para fundamentar la respuesta de su alma herida: "¡Y yo juré! ¡Fue tal un juramento / Que si el fervor patriótico muriera, / Si Dios puede morir, nuevo surgiera / Al soplo arrebatado de su aliento!". Esa razón es la de la Patria, concepto que se abre paso en el pensamiento de un joven llamado a encabezar la vanguardia política en la lucha por la independencia. Más tarde, en medio de la labor de juntar voluntades para emprender la guerra necesaria, resume en el discurso conocido como Los Pinos Nuevos, en recuerdo del asesinato de los estudiantes de Medicina, la articulación entre el símbolo y su proyección: "Lo que anhelamos es decir aquí con qué amor entrañable, un amor como purificado y angélico, queremos a aquellas criaturas que el decoro levantó de un rayo hasta la sublimidad, y cayeron, por la ley del sacrificio, para publicar al mundo indiferente aún a nuestro clamor, la justicia absoluta con que se irguió la tierra contra sus dueños: lo que queremos es saludar con inefable gratitud, como misterioso símbolo de la pujanza patria, del oculto y seguro poder del alma criolla, a los que, a la primer voz de la muerte, subieron sonriendo, del apego y cobardía de la vida común, al heroísmo ejemplar." Ya con la Revolución en el poder, el comandante Ernesto Guevara retomó y actualizó esa idea al pronunciar un discurso en ocasión de conmemorarse el aniversario 90 del fusilamiento. Lo hizo ante un auditorio de estudiantes universitarios. Al auscultar retrospectivamente el punto de vista de los asesinos y el poder que representaban, afirmó: "... desde su manera de pensar, desde su raciocinio de las bestias acostumbradas a despreciar la vida humana, tenían razón; había que matar en germen a aquellos que estaban naciendo. (... ) Y quizás allí fusilaron a algún Martí en ciernes, fusilaron a algún patriota; de todas maneras, aniquilaron ‘cachorros de bandidos’, y tenían razón, porque eran muy jóvenes los hombres que en ese momento estaban luchando contra el poderío español, y tenían razón, porque los niños de 15 años, cuando hay de por medio una revolución, no son niños, ¡sino que son soldados de la Patria!" En aquel discurso, el Che devino el primer líder de la naciente Revolución en referirse públicamente a un hecho asociado con los acontecimientos del 27 de noviembre de 1871, que jamás debe pasarse por alto y que, por el contrario, merece ser puesto de relieve en su justa dimensión. Dijo el Che entonces: "Y no solamente se cobró en esos días la sangre de los estudiantes fusilados. Como noticia intrascendente que aún durante nuestros días queda bastante relegada, porque no tenía importancia para nadie, figura en las actas el hallazgo de cinco cadáveres de negros muertos a bayonetazos y tiros. Pero de que había fuerza ya en el pueblo, de que ya no se podía matar impunemente, da testimonio el que también hubiera algunos heridos por parte de la canalla española de esa época." En efecto, mientras conducían a los condenados a la explanada de la Punta, donde tuvo lugar la ejecución, varios negros se abalanzaron mal armados pero con espíritu resuelto, contra el destacamento que custodiaba a los jóvenes para liberarlos. Lograron herir a soldados y voluntarios; sin embargo, la acción no prosperó. Fueron perseguidos y cinco de ellos masacrados. Se dice que pertenecían a la Sociedad Abakuá y que los motivó su cercanía a la familia de Alonso Álvarez de la Campa, el más joven de los reos, con apenas 16 años de edad. A mediados de los setenta, este articulista conversó al respecto con el prestigioso historiador universitario Luis Felipe LeRoy Gálvez, acucioso investigador de los sucesos del 27 de noviembre, quien confesó que en la documentación de la época solo había referencias a los negros muertos, sin que se hubiesen consignado sus nombres ni si eran esclavos o libertos. Poseía entre sus papeles una carta de un voluntario en el que arrojaba sospechas sobre el vínculo entre los asaltantes al destacamento y la familia Álvarez de la Campa, con tal convicción que juraba no descansar hasta ver reducida a cenizas sus propiedades. Lo cierto es que la memoria popular ha trascendido el olvido y de una generación a otra se ha transmitido el ejemplo del heroísmo de aquellos negros que fundieron su sangre con la de los jóvenes blancos fusilados. He aquí otra connotación simbólica que requiere ser asumida como parte inseparable de la jornada conmemorativa del 27 de noviembre. Si por larguísimos años ese gesto de rebeldía fue silenciado, y hasta es posible explicar ese olvido por obra y desgracia de prácticas deslegitimadoras heredadas del pasado colonial y su prolongación en la ficción republicana de las primeras seis décadas del siglo pasado, es hora de incorporarlo definitivamente a nuestro acervo patriótico y revolucionario. ¡Cómo no ver en esa confluencia histórica un signo premonitorio del proyecto de identidad, integración y unidad que felizmente llamó Nicolás Guillén nuestro "color cubano"! GRANMA
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