En las caracterizaciones del insigne patriota sorprende un criterio bastante generalizado acerca de la existencia en el líder dominicano-cubano de dos personalidades Autor: Dr. Yoel Cordoví Núñez* | [email protected] En las caracterizaciones que hicieran los contemporáneos del general Máximo Gómez Báez sorprende un criterio bastante generalizado acerca de la existencia en el líder dominicano-cubano de dos personalidades. El hombre “civil” y el “militar”, el “generoso” y el “autoritario”; son calificativos a los que recurrió el intelectual revolucionario cubano Diego Vicente Tejera para expresar esa dicotomía:
Cuando el primer hombre domina [el civil] tenemos a Máximo Gómez bonachón y complaciente, amantísimo padre de familia, que escribe cartas que deleitan por la cordura de las ideas, la delicadeza de los sentimientos y la llaneza del estilo, que sabe sonreír y hasta llorar, probo y sobrio hasta la austeridad, generoso y humano hasta el sacrificio de sí mismo en pro del bien ajeno Sin embargo, cuando domina el militar: [...] la transformación es súbita [...] la frente se alza, los pardos ojillos se secan y lanzan chispas, los labios se contraen bajo el bigote espeso y de ellos parte la voz breve, la voz dura despótica e irresistible, la voz del mando, la voz del general. ¡Hay del subalterno, del audaz que la desoiga! La disciplina hecha carne y hueso lo agarra por el cuello y lo dobla hasta quebrarlo. El propio Máximo Gómez refirió la influencia que ejercieron unos padres “tan honorables como severos y virtuosos” en su formación en el medio rural dominicano. También expuso “la transición eléctrica” y el “endurecimiento” que sufrió su cotidianidad en el humilde y sano ambiente hogar banilejo cuando se incorporó al ejército contra la invasión de las huestes haitianas y, posteriormente, su participación en los complejos avatares que asolaron la patria natal. Pero, más allá del carácter que se fue forjando como parte de un proceso formativo de la personalidad, su comportamiento como jefe militar a lo largo del ciclo independentista cubano (1868-1898) respondió, en rigor, a criterios bien definidos sobre la importancia del sostenimiento de la disciplina militar en un ejército de base social esencialmente campesina enfrentado a la poderosa metrópoli hispana. De ahí el celo que mostrara en asegurar la más estricta disciplina y el más completo orden por medio del ejercicio de la autoridad. Sus advertencias fueron precisas. Los encargados de dirigir la revolución se cuidarían de no cometer actos de debilidad que limitaran sus poderes, tampoco debían incidir en prácticas arbitrarias, ajenas a los principios por los que se luchaba y que prestigiaban el avance de la lucha independentista. No obstante, según Gómez, “en último caso, y en determinadas circunstancias, como por ejemplo, por las que atraviesa hoy la guerra en Cuba, es preferible un Jefe arbitrario que débil o falto de carácter”, pues “perdido el orden no hay concierto ni armonía, ni unión, desaparece la fuerza moral y material”. La disciplina y el deber moral Transcurría el difícil año de 1897 cuando el General en Jefe anotó esas consideraciones en la intimidad de su Diario. Los conflictos entre los poderes de la revolución y las irregularidades dentro del propio ejército obligaban a acentuar el sentido del orden y la autoridad, sobre todo en los jefes de mayor jerarquía. Ellos eran, según Gómez, los máximos responsables de encauzar las acciones bélicas, pero, al mismo tiempo, entendía que eran los “llamados a ocupar cargos importantes en los destinos republicanos”. En una de sus cartas al General Carrillo, luego de señalarle a determinados altos jefes militares que incumplían las órdenes asignadas a ese Cuerpo de Ejército que operaba en Las Villas, le advertía la necesidad de que se salvara cuanto antes el prestigio de las armas cubanas: “[…] no olvidando nunca que por encima de los intereses y consideraciones personales siempre han de estar los intereses, consideraciones generales y obligaciones patriotas”. Era el “límite moral” el que obligaba a la severidad contra todo acto de indisciplina, desorden y corrupción: “Los ejércitos de la revolución tienen que crear la patria con las manos limpias porque el ideal de libertad es puro y noble”. Ni aun en las condiciones más difíciles por las que atravesaron los empeños libertadores, el General dominicano aceptó negocios que por sus características empañaran el prestigio de la revolución o endeudaran desde sus propios inicios a la república. En 1886, momento crítico en la ejecución del Plan de San Pedro Sula o Plan Gómez-Maceo, debido a las serias carencias de recursos de toda índole para sufragar los gastos de la contienda bélica, Gómez escribió al general Carrillo desde Kingston comunicándole su decisión de sancionar cualquier compromiso de empréstito o de otra naturaleza que empeñara “los intereses presentes y futuros de la Revolución”. Ese proceder permite explicar los sucesos en torno al enfrentamiento, o más bien, al desenlace fatal para la unidad revolucionaria de las contradicciones entre el General en Jefe y la Asamblea del Cerro a inicios de 1899, tras el fin de la contienda colonial y el inicio de la ocupación oficial de la Isla por Estados Unidos. La negativa de Máximo Gómez a aceptar el empréstito concertado entre los asambleístas y el agente de negocios C. M. Cohen, con sospechosos contactos entre banqueros estadounidenses y españoles, formaba parte de una concepción política madura que no reconocía ningún procedimiento que obstaculizara el ideal de república independiente y soberana o, como en otro momento lo calificara, de “la república moral”. La paga de los soldados, tras el licenciamiento del Ejército Libertador, no podía traer como consecuencia el temprano endeudamiento de la república. Para lograr semejantes ideales republicanos el proceder de la oficialidad del ejército debía ajustarse desde la guerra a los principios de una revolución cuyos basamentos en modo alguno podían apartarse de la más estricta conducta moral y para ello el ejemplo del jefe hacia sus subordinados era una condicionante esencial. La autoridad del jefe militar, empero, la consideraba “ficticia o deficiente” mientras no la sancionara la voluntad del pueblo. Fue este criterio el que lo llevó a someter a consideración, tanto de cubanos militares como civiles, el nombramiento de General en Jefe a raíz del Programa de San Pedro Sula. En una carta dirigida a Antonio Maceo el 24 de febrero de 1884 le manifestaba: “el nombramiento de General en Jefe debe ser hecho por el voto de la posible mayoría de los cubanos, sean o no militares”. Con razón el médico y periodista italiano Francisco Federico Falco ponderaba la “originalidad sintética” del Generalísimo y su capacidad para “ir derecho a la esencia de las cosas”. Le sorprendía la “agudeza y anchura de miras” que mostraba y afirmaba que tales cualidades “lo hacen juzgar superior a muchos hombres políticos americanos”. De su conocimiento de los hombres y de los hechos había dado fe el periodista estadounidense Grover Flint cuando plasmó en fabulosa caracterización psicológica su impresión acerca de la mirada de Gómez que “golpeaba como un puño” cuando se fijaba en los hombres. Ciertamente, el cepo y los consejos de guerra no reconocieron graduación en su mando, razón por la cual fue acusado en múltiples ocasiones de autoritario. Según Manuel Piedra Martel, ayudante del Lugarteniente General Antonio Maceo, Gómez interpretó “con frecuencia a su capricho los deberes de la subordinación”, imponiendo “castigos y correcciones arbitrarias, tales como planazos y meter en el cepo a oficiales y soldados sin distinción, procedimientos que eran atentatorios a la dignidad de los primeros y en general de todo el ejército”. Los más cercanos al General en Jefe, en cambio, prefirieron subrayar el lado sensible del guerrero. Miguel Varona Guerrero, ayudante del Generalísimo durante la Guerra del 95, advertía que era necesario permanecer cerca del “hombre de acero” que fue Gómez “para poder celebrar sus valores, sin menoscabar en la apreciación las aristas peculiares de su temperamento, tan rico en humanísima sensibilidad”. El joven revolucionario aseguraba que sus decisiones “aún las más enérgicas, sobre todo las de carácter disciplinario, por el rigor de sus efectos, dejaban en su espíritu profundas huellas de dolor”. No pocos de los que criticaron con fuerza el tratamiento de Gómez a sus subordinados reconocieron sus cualidades humanas. El General Piedra Martel afirmaba: “[...] aquel hombre áspero, gruñón, casi intolerable [...] no era ajeno a los sentimientos de benevolencia, de emotividad y aún de ternura, cuyas manifestaciones eran fáciles de observar en la humedad de sus pupilas cuando una pena o una satisfacción moral invadía su alma”. El Comandante Villuenda lo definió como “una continua explosión, un acto de vigor siempre renovado y siempre más fuerte [...] Da impávido, si es necesario, una orden que supone una muerte segura, y se estremece como un niño, ante un dolor. Todos sus sentimientos son extremos”. Las partes de un todo invisible Tal vez el tema más recurrente en los autores que escribieron sobre el humanismo y la sensibilidad de Gómez fue el significado que tuvo para él la familia. En la imbricación patria-familia no solo se percibe un fin, sino también un condicionamiento. La libertad de Cuba era, a su juicio, requisito básico para poder “formar un hogar y ser felices”, pero en la misma medida, la comprensión y la identificación familiar contribuyeron a la confianza del hombre distanciado del hogar e inmerso en un proceso de lucha armada. Fue un hogar donde, al decir de Varona Guerrero, “los padres y los hijos fueron en conjunto, las partes de un todo invisible”. En su esposa Bernarda Toro de Gómez, “Manana”, encontró el apoyo y la estabilidad emocional hasta el momento de su muerte. El distanciamiento y la miseria no fueron óbice en la cohesión familiar. La atención a sus hijos fue esmerada. En el hogar, según refiere el amigo de la familia y patriota Gerardo Castellanos, no se advertían las normas disciplinarias del soldado. A veces, en cartas a su esposa le advertía algunos procedimientos a seguir en la educación de sus hijos: “Complace mucho a mis hijos, no les pegue por nada de este mundo y sólo repréndelos con dulzura [...] Debemos amarlos con el alma, pero no los mimemos, enseñémosle a ser hombres desde lo más temprano que se pueda en todo lo que sea asunto de trabajo, moralidad y buenas costumbres”. La expresión de esos sentimientos llamó la atención a muchos de los hombres que lo rodearon y todos de alguna manera construyeron sus relatos con escenas donde salían a relucir la sensibilidad y el amor del recio militar hacia su familia. Ramón Roa, por ejemplo, contaba cómo una noche en el potrero La Reforma, mientras el asistente del General preparaba el café, el doctor José Figueroa, seducido por el paisaje tropical, comenzó a discurrir sobre el arte de la pintura y la fruición que le proporcionaba al hombre culto. Los allí presentes comenzaron a plantear disímiles motivos que hubieran inspirado sus cuadros en caso de haber sido pintores: escenas pastoriles, batallas, una bandera cubana. Llegado el turno del General Gómez, quien dos días antes había visto nacer a su hijo Francisco Gómez Toro, expuso a sus compañeros de lucha: “Yo pintaría a una madre amamantando a su hijo, y le pondría debajo del cuadro: ‘Dos Felicidades’, porque una es la del goce maternal, la otra, la de la inocencia del niño con sus ojitos entreabiertos, y yo tendría el placer de ver eso”. Soldados, oficiales, médicos, periodistas, muchos de los que compartieron con el General Gómez los rigores e infortunios de la guerra, o quienes lo conocieron desde su juventud en los campos banilejos, dejaron testimonios que, más allá de las posibles dosis de imaginación narrativa, permiten acercarnos “al hombre natural”, en términos de Diego Vicente Tejera, que llenó de gloria las páginas de la historia militar y política del pueblo cubano, de ese pueblo que consideró suyo y al que ligó su vida, a contrapelo de innumerables incomprensiones y adversidades. * Vicepresidente del Instituto de Historia de Cuba GRANMA
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