Testimonio de una Época Este reportaje de 1955 es claro testimonio de la situación social y económica de la inmensa mayoría de los campesinos cubanos, comprendidos en la denuncia del joven abogado doctor Fidel Castro Ruz, contenida en su alegato de defensa del Moncada, que hoy el mundo conoce como La Historia me Absolverá. Alfredo Vera y su esposa eran una muestra fiel del concepto de pueblo —referido a la familia campesina—, "si de lucha se trata," a que hacía referencia Fidel.: los quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar y cuya existencia debiera mover a compasión si no hubiera tantos corazones de piedra... O aquellos comprendidos entre los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya, contemplándola siempre tristemente como Moisés a la tierra prometida, para morirse sin llegar a poseerla, que tienen que pagar por sus parcelas como siervos feudales una parte de sus productos, que no pueden amarla, ni mejorarlas, ni embellecerla, plantar un cedro o un naranjo porque ignoran el día que vendrá un alguacil con la guardia rural a decirle que tienen que abandonarla... Circulaba clandestinamente entre el pueblo cubano La Historia me Absolverá cuando hice este reportaje de la Sección En Cuba, de la revista Bohemia, para lo cual conviví 24 horas con el guajiro y su familia en un paraje de la Sierra Maestra. Entonces la denuncia de Fidel, contenida en el alegato, no era posible insertarla en las páginas de la revista sometida (como otros medios de prensa) a la censura. Primaba la conjura del silencio sobre la acción del 26. MARTA ROJAS Son las dos de la madrugada cuando Alfredo Vera, nuestro personaje, abandona el lecho que junto a su esposa y una hija ocupaba para dirigirse al ordeño. Allí lo esperan un montón de vacas del dueño del piso. Para llegar a los potreros andará el guajiro tres kilómetros de ida y tres de vuelta. No lleva en el estómago ni una taza de café; por el camino coge cualquier bejuco y lo mastica alegremente; así se calienta el estómago. Va a pie, su penco no es para maltratarlo desde tan temprano, le aguardan a la bestia trabajos demasiado fuertes en el resto del día. En las cinco primeras horas de trabajo se ha ganado dos pesetas. Está contento, pero tiene poco tiempo para acariciar las monedas. Ni se las echa en el bolsillo. El trayecto del ordeño al entronque de los caminos donde está la tienda es corto, y allí sobre el rústico mostrador quedarán las dos pesetas. Compró Alfredo media botella de creolina para curarle las garrapatas al penco, un jabón, una latica de aliño para el sancocho, café, azúcar, especias, sal, un pedazo de bacalao y unas galletas de agua. Del día anterior le quedó en la casa un poco de luz brillante para prender el candil por un rato. Otra vez quedó fuera del presupuesto el saco de yute para hacerle la hamaca a la más pequeña; seguirá durmiendo con él y su mujer unos años más. Y Alfredo es un guajiro ordenado y, con suerte, pudo con cuatro cosechas seguidas de maíz tirar las divisiones del bohío, de tabla, y cementar un pedazo del piso. Pero el dueño de buenas a primeras le ordenó a él mismo que limpiara la faja de tierra que cultivaba para ensanchar un nuevo potrero y no pudo sembrar más maíz ni más bejucos.
Se acabó el ordeño. Fue a la tienda y volcó la ganancia para regresar, jubiloso, a su casa. Abraza con amor el cartucho pequeño donde lleva las vituallas. Allá, en el bohío, lo aguarda la familia entera: su madre, su mujer y seis hijos, dos varones y cuatro hembras. Micaela, la esposa, ha encendido la candela con unos palos secos que las niñas le recogieron y esperan impacientes la llegada de Alfredo con el café y el azúcar. Son poco más de las siete de la mañana cuando llega el jefe de familia, va directo a la cocina de tablas y embarrado. El embarrado lo hizo de lodo y yerba, las tablas son de palma real, los anafres de un par de pedazos de hierro puestos en cruz, alzados y calzados con piedras chinas del río. En la propia cocina se bebe el café bien endulzado. Para muchos, menos afortunados que Alfredo Vera, podría ser el único alimento caliente durante el día. Sin tiempo que perder, este hombre abnegado se dirige al monte a chapear, tiene que limpiar varias hectáreas y luego con la ayuda de los bueyes enyuntados, ararlas. Y a pesar de no ser suya la tierra, la trabaja. En su casa está la vieja sancochando viandas con un pedazo de carne de jutía ahumada que quedó desde la última cacería de Alfredo tres días monte adentro para matar tres jutías, el hambre del guajiro ha acabado con el roedor, manjar de los mambises en la guerra de independencia. Son las nueve de la mañana y la "pelusita" de la casa, cuatro años de edad, se dirige con la lata de alimento y un jarrito de café al campo que limpia su padre. Entonces, allí mismo, entre la yerba cortada y la sin cortar, agachado en cuclillas, Alfredo come las viandas y saborea el pedazo de carne; su hija lo contempla y le hace muchas preguntas incontestables. Por ejemplo: cuándo le comprará los zapatos que vio un día de feria en el pueblo, allá en Bayamo, la Ciudad Monumento de Cuba. —Ameriquita, cuando seas grande te voy a comprar unos zapatos de madera y un túnico de latas que nunca se te va a romper —le dice el padre y la hija lo escucha maravillada. Ya decíamos que Alfredo no es de los guajiros más desposeídos. Tiene una propiedad: una marrana con diez cochinos. Micaela es la encargada de alimentarla y cuidarla; pacientemente recoge todas las cáscaras, desperdicios que encuentra para engordar a la macha, como le llaman acá en Oriente a la hembra del cerdo como al cerdo macho. A unos pasos del corral de "Esperanza", que es como se llama la marrana, juegan los hijos de Alfredo. La mayor que ha ayudado a criar a sus hermanitos duerme amorosamente al más pequeño mientras regaña al penúltimo. Cerca de ellos, Sultán, el perro negrito se saca las garrapatas. Alfredo sigue chapeando. Son más de las doce del día. Ha contentado el estómago de vez en cuando con unos nudos de caña que se echó en el bolsillo al salir del ordeño. A mil pies de él, otro compadre hace lo mismo. A veces hasta se vocean. A las dos de la tarde ha terminado el chapeo. La tarea inmediata es enyugar los bueyes para adelantar el arado. Ocurre que el día siguiente será domingo y Alfredo quiere jugar dominó con su compadre. Muchas veces los dos amigos han pensado en sembrar un poco de café y unos naranjos y mangos para darle alguna sombra a la casa, pero pronto han desistido. ¿Para qué mejorarla ni embellecerla? Finalmente ocurriría como con el maíz. La cuarta cosecha tuvo que recogerla sin que el grano se desarrollara del todo, porque el dueño necesitaba la tierra para un nuevo potrero. Ya él no quiere pensar en arrendar ni un caró de tierra, porque cuando más bella está, más pronto la absorbe el ingenio cercano. Se le cancela el contrato al guajiro, que no sabe nada porque no fue a la escuela, y vuelve a convertirse en un jornalero de dos pesetas al día. El Sol se está poniendo. Ya Micaela fue al río, lavó la ropa y cargó, con la ayuda de las hijas, varias latas de agua. La vieja cocinó el segundo sancocho y recogió leña para amanecer. Alfredo desenyugó la yunta y tomó el paso para volver al hogar. Varias cercas de púas cruzó peligrosamente. Espera que las curas que le han hecho al penco lo hayan mejorado bastante y pueda montarlo mañana, él está exhausto, lleva quince horas de trabajo a la intemperie, mal alimentado y sin una nueva esperanza. Lo aguardan en el hogar una vieja y pequeña palangana esmaltada, con un poco de agua tibia para lavarse la cara, los brazos y los pies. Debajo de sus uñas estarán depositados montoncitos de tierra, la única que ha conquistado después de tanto bregar. Han comido todos. Comienza la tertulia familiar que durará lo que la luz brillante del diminuto candil de lata. La mujer le habla de "Esperanza", la macha. —Para Nochebuena podemos vender los machos que se nos logren y dejamos a la marrana. Todavía puede tener una buena parición. La mujer habla de cosas objetivas. Y él, algo amargado: —Si no me hubieran hecho tumbar el maíz casi nuevo hubiéramos podido echar una cerca y hacer un chiquero grande. Después del pequeño diálogo se apaga la luz del candil, y a dormir. Pero antes de ir a la cama el guajiro quiere echarle un vistazo al maíz y sube a la barbacoa. —Se le puede sacar algo —piensa primero y después rectifica. Volviéndose a su compañera le dice: —Vamos a echarles todo ese maíz a los cochinos para ver si cebamos algunos y así es mejor. Total, si lo vendo, no me van a dar en tienda casi nada por él. Fueron esas palabras heladas y amargas las últimas pronunciadas en casa de Alfredo Vera, un recio guajiro sin esperanzas. Con ellas concluyeron las veinticuatro horas del personaje más importante de cuantos pueden haber aparecido en estas mismas páginas. Muchos miles de cubanos han debido padecer la agonía del Alfredo Vera para dar poderío político o económico a las prestigiosas figuras, a través de los tiempos. GRANMA
0 Comments
Your comment will be posted after it is approved.
Leave a Reply. |
Archives
April 2016
|