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La explosión del Maine, 115 años después

2/15/2013

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GUSTAVO PLACER CERVERA*

 POCO después de las 9:40 p.m. del martes 15 de febrero de 1898 una explosión hundió al acorazado norteamericano Maine, fondeado en la bahía de La Habana. En el siniestro perecieron las tres cuartas partes de la tripulación. Dadas las circunstancias que rodearon el hecho y su trascendencia, así como el interés que despierta en la opinión pública, ha sido objeto, sobre todo en Estados Unidos, de múltiples especulaciones, se le han dedicado libros y aún más, costosas investigaciones, para tratar de fundamentar las posibles causas. Tal es el caso de un documental de la serie Discovery, que hace algún tiempo fue transmitido en la televisión de nuestro país.

El Maine había llegado a La Habana el 25 de enero, con el pretexto de realizar una "visita amistosa", aunque para todos los conocedores de la tirantez en las relaciones entre España y Estados Unidos, su presencia no era sino una más en la cadena de presiones que el gobierno norteamericano venía ejerciendo sobre el español, en lo que constituía, claramente, la preparación para la intervención, con propósitos expansionistas, en la guerra que los cubanos venían sosteniendo hacía ya tres años contra el régimen colonial hispano.

El Maine era quizás el mayor buque de guerra que jamás hubiera entrado en la bahía habanera. Su aspecto, fondeado en el centro de la bahía, era imponente. Su tripulación estaba compuesta por 26 oficiales y 328 alistados. Entre estos últimos habían numerosos emigrantes, aunque casi todos eran ya ciudadanos norteamericanos o residentes permanentes en proceso de obtención de la ciudadanía. No es cierto, como a veces se ha afirmado, que la mayoría de los tripulantes fueran negros. Fuentes dignas de crédito y la observación de las fotografías de la tripulación muestran que las personas negras eran menos de la quinta parte. El comandante del buque era el capitán de navío Charles D. Sigsbee.

Inmediatamente después del hundimiento, la prensa sensacionalista norteamericana arreció su campaña antiespañola, responsabilizando a las autoridades de Madrid y La Habana, y los círculos políticos más agresivos intensificaron sus demandas y presiones sobre el ejecutivo para que este se decidiera a intervenir en Cuba.

En términos generales, el desastre tenía dos posibles explicaciones: la destrucción del buque se había producido por accidente o por un acto premeditado. Si se trataba de un accidente, el prestigio del comandante, y por ende el de la armada norteamericana, quedaba en entredicho. Si fue un acto perpetrado por tripulantes, Sigsbee continuaba siendo responsable. Pero si el acto había sido realizado por agentes del gobierno español, o por cubanos partidarios de la intervención, la culpa era de España, responsable de la seguridad del buque, que se encontraba legalmente en puerto y, por tanto, la explosión podía convertirse en un pretexto para la intervención.

Entre el accidente y el sabotaje era posible trazar una línea divisoria: si la explosión era "interna", existía la posibilidad de que se tratara de una autoprovocación, pero resultaba posible también la explicación del accidente como causa probable. De ser "externa", el acto era claramente premeditado y la culpa recaía sobre España.

Dos días después del hundimiento, las autoridades españolas crearon una comisión de investigación que llegó a la conclusión de que la explosión había sido, con toda probabilidad, interna. Los norteamericanos habían rechazado la proposición de crear una comisión mixta y formaron la suya, presidida por el capitán de navío William T. Sampson. El ambiente político que se había creado en Estados Unidos no era en nada favorable a una investigación imparcial y objetiva. La prensa amarilla no cesaba de publicar artículos, declaraciones y testimonios que configuraban una atmósfera belicista.

La comisión Sampson se inclinó por explicar la destrucción del navío como resultado de dos explosiones: una pequeña, producida en el exterior, que había desencadenado una enorme, interna. El presidente McKinley, en el mensaje al Congreso que acompañaba las conclusiones, señalaba que la verdadera cuestión era que España "ni siquiera podía garantizar la seguridad de un buque norteamericano que visitaba La Habana en misión de paz". Y pedía autoridad para terminar la guerra en Cuba, a la vez que solicitaba emplear, con esos fines, a las fuerzas militares y navales estadounidenses. El hundimiento del Maine había cumplido así una función: servir de pretexto a la intervención.

Pero las dudas sobre las causas de la destrucción del Maine continuaron. El ataque más serio a la teoría de la explosión exterior provino de las páginas del periódico profesional británico Engineering. En ellas John T. Bucknill, experto altamente calificado en minas y sus efectos, refutó las conclusiones de la comisión Sampson, las cuales consideró absurdas.

Bucknill consideró como la más probable causa original del desastre, la combustión espontánea de una de las carboneras del buque, hecho frecuente en las naves de la época.

El contralmirante norteamericano George M. Melville, jefe de la Oficina de Maquinaria de Vapor, opinó que el Maine había sufrido un accidente. Junto a esta, proliferaron otras teorías. Uno de los oficiales sobrevivientes, el ayudante de máquinas, John R. Morris, se suicidó unos años después. Sus allegados dijeron que no había podido soportar los remordimientos por saber que la explosión era debida a una falla en los circuitos eléctricos y no a una mina española.

Tampoco faltaron versiones que culpaban a los seguidores de Weyler. El cónsul norteamericano en Matanzas declaró que había tenido noticias, dos días antes de la explosión, de un complot para volar el buque y que lo comunicó de inmediato al cónsul en La Habana Fitzhugh Lee. Este último recibía cada día numerosos anónimos y amenazas y consideró que este era uno más.

A principios de diciembre de 1910 el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos comenzó los trabajos para remover los restos del Maine. Estos trabajos fueron aprovechados para formar una junta de investigaciones cuyas conclusiones, como era de esperarse, fueron muy similares a las de su predecesora.

En 1976 se publicó el libro Como fue destruido el acorazado Maine, del almirante Hyman G. Rickover, cuyo equipo de expertos sometió a estudios la información obtenida en 1911 y llegó a la conclusión de que la explosión fue interna, planteando varias posibilidades de inicio: incendio en una carbonera, sabotaje, accidente con armas, bomba colocada por un visitante. De ellas consideraba como la más probable la primera, aunque no descartaba las otras. Durante más de veinte años se consideró la explicación de Rickover como un reconocimiento oficial de que la causa de la explosión era interna y de que, por lo tanto, ni España, ni mucho menos los cubanos, habían tenido nada que ver.

En 1998, con motivo del centenario de aquellos hechos, la revista norteamericana National Geographic Magazine publicó un artículo de Thomas B. Allen, quien expone los resultados de un estudio realizado por una empresa dedicada al diseño de buques de guerra para la marina estadounidense. Utilizando modelos computarizados, los ingenieros de dicha empresa, partiendo de la información recopilada por la junta de 1911 —decía el artículo—, llegaron a la conclusión de que las averías detectadas en el buque pudieran haber sido causadas bien por una explosión interna o bien por una externa.

Allen tomó partido por la posibilidad de que la causa haya sido externa. Este proceder aleja la posibilidad de responsabilidad de los norteamericanos, colocándolos en el papel de víctimas y a partir de ello resucitó las viejas versiones que culpan a españoles fanáticamente antinorteamericanos o a cubanos partidarios de la intervención. Respecto a los primeros, los argumentos de Bucknill y de Melville primero y de Rickover después, los exoneran. Quedaban pues los cubanos como presuntos autores.

Un análisis histórico objetivo refuta completamente esta hipótesis. En primer lugar, el objetivo de la lucha de los cubanos era la independencia de España, no la intervención norteamericana, que en la práctica significaba un cambio de dueño. En segundo lugar, el terrorismo no era método de lucha de los independentistas cubanos. Tercero, ¿resulta lógico minar un buque de guerra de un país presuntamente aliado? Cuarto, en caso de que los cubanos hubieran intentado el hecho, estos tenían que haber vencido una gran cantidad de dificultades prácticas, que van desde el dominio de la técnica de construcción de minas y la de contar con medios de conducción adecuados o con nadadores o buzos muy bien entrenados, hasta la de mantener el más absoluto secreto y enmascaramiento para no ser detectados ni por las autoridades españolas ni por la vigilancia del propio buque. Quinto, de haber sido cubanos los autores, conociendo el fraccionamiento político que tuvo la causa independentista después de la intervención, y teniendo en cuenta que un complot de tal naturaleza necesitaba de los esfuerzos coordinados de un grupo de personas, ¿es de esperar que ninguno de los comprometidos cometiera alguna indiscreción? Razonando así, arribamos a la conclusión de que la hipótesis de la explosión externa, aunque posible en teoría, tenía pocas posibilidades de realización práctica.

Queda pues, la posibilidad de la explosión interna, la cual pudo ser accidental o provocada. La primera variante fue estudiada exhaustivamente por el almirante Rickover. La segunda no puede descartarse, dado el interés que los círculos imperialistas más agresivos tenían en precipitar el país a la guerra.

En todo caso, cualquiera que haya sido el origen de la explosión, lo que ha dado trascendencia histórica al suceso del Maine ha sido la manipulación de que fue objeto para convertirlo en un pretexto de intervención en el conflicto hispano-cubano.

*Capitán de Fragata (R). Doctor en Ciencias Históricas

GRANMA


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