27 de febrero de 1874
En lo intrincado de la Sierra Maestra, a la orilla derecha de un brazo del Río Contramaestre, se hallaba la prefectura de San Lorenzo, que solo disponía de un reducido número de hombres para los servicios y la vigilancia. Allí habían encontrado refugio algunas familias campesinas. La vida era dura, pero gozaban de un gran privilegio: entre ellos vivía el hombre que con un gesto había roto dos yugos ominosos: el de la colonia y el de la esclavitud. Había sido el primer Presidente de la República de Cuba en armas. Depuesto por la Cámara después de cinco años en que probara su patriotismo y su abnegación, aquel hombre eminente —que había conocido los refinamientos de la cultura en viajes de placer y de estudio por Europa— aceptó la decisión de sus conciudadanos y se retiró, con la humildad conmovedora del que ha cumplido su tarea, al bohío que iba a ser su último hogar. Por séquito y escolta solo tenía a un hijo y a un cuñado. "Mi casita es bastante grande: de guano pero bien cobijada y con buenas maderas. Tiene dos cuartos capaces forrados de tablas de palma y cedro... " —escribía a su esposa. "En mi cuarto tengo la hamaca, una mesita-escritorio, un banquito para ella (todo de cedro), mis maletas, armas y otros utensilios". Como había pasado su niñez en el campo y había crecido atravesando ríos, penetrando bosques y escalando montañas, la vida agreste le era no solo familiar, sino querida. Y aquel hombre, aficionado a los libros y para quien la acción física y espiritual eran una necesidad orgánica, se hizo maestro de sus vecinos: porque para hacer hombres libres de veras hay que librarlos de la ignorancia. Por eso cumplía esta con la misma gravedad que había desempeñado sus funciones presidenciales. "Raro es el día que no hacemos o recibimos visitas... Todo el vecindario nos muestra mucho cariño" —escribía. Veneración, seguramente era lo que inspiraba a los cubanos. Y miedo, aun en su inseguro retiro, a los que había desafiado. Por eso rastrearon su paradero los españoles y esquivando a los centinelas de Lacret Morlot, dieron con aquel caserío. Iba solo el que había engendrado la Revolución de Yara. Se dirigía a una casa vecina. Cuatro días antes había concluido la última carta a su esposa, comenzada el 11. En ella le decía: "Aunque soy hombre y como tal expuesto a todas las flaquezas de la humanidad, haré los mayores esfuerzos para que si el mundo, como tú dices, tiene la vista fija en mí (que lo dudo) nada halle que vituperar bajo ningún concepto. Ni sé si lo conseguiré, pero debe hacérseme un mérito del mismo intento". Cuando sale del bohío, de pronto se da cuenta el Padre de la Patria que está rodeado de enemigos. Se defendió heroicamente. Como aseguró una vez: "Yo no sé cómo moriré si tengo la desgracia de caer prisionero: Lo que sí puedo asegurar es que ruego a Díos que me dé el valor suficiente para morir con la dignidad con que debe morir un cubano; aunque creo que ese caso no llegará, porque mi revólver tiene seis tiros, cinco para los españoles y uno para mí. Muerto podrán cogerme, pero prisionero ¡nunca!" Pudo solo disparar dos tiros de su revólver. Y su cuerpo herido, como dijo Sanguily, "cayó en un barranco, como un sol en llamas". GRANMA
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